viernes, 16 de octubre de 2009

Escritura de Adela

adela ávila gonzález
Licenciada en Idiomas Modernos
Integrante proyecto Lenguaje y paz
Profesora Colegio Salesiano
Duitama, Boyacá

historia que no debe ser contada

“Cuando me hice mujer quedé caminando patiabierta todo el día.”
J.Borrero

Ella jugaba con carritos de pasta, todavía no iba a la escuela porque era muy chica, acompañaba a la abuela, le llevaba comida y pasaba las noches arrullándole el insomnio con un viejo naipe incompleto. La abuela era tramposa, escondía las cartas y las usaba en otra partida. Reían hasta el cansancio, jugaban hasta el amanecer; así la vida de la anciana quería alargarse un poco más. Pasaban semanas y ella no iba a casa, y le tenía terror a todos los que allí existían, un terror que muchas veces no entendía.

El padre permanecía aferrado a las botellas del chirrinche que la esposa vendía en la casa, la madre y dueña de la cantina, pasaba las interminables mañanas y tardes atendiendo a los borrachos y a su esposo entre ellos. Los hermanos masticaban la rabia y el hambre al mismo tiempo, porque el desayuno se había pasmado por la ausencia de fuego, o no había sido preparado por la enorme falta de tiempo. Mientras ellos querían tragarse entre sí, los padres alimentaban con venenosas miradas sus deseos de despachar los borrachos para “arreglar los problemas de la familia”.

Varias horas después casi estaba la casa vacía, la gente se había marchado dando botes y tropezones, los pocos que allí quedaban estaban dormidos en cualquier esquina del patio con el vómito recorriéndoles la boca y haciéndose charco en la polvorienta tierra. En sus narices, casi siempre las gallinas encontraban el primer alimento del día, picoteaban, chupaban, escarbaban, y cacareaban, llamando a las demás. A veces les picaban los labios, el embadurnado bigote y los amarillentos dientes cuando alguno quedaba boquiabierto.

Luego de la nausea que le provocaba aquel cuadro, la mamá entraba a la cocina a acariciar las sobras de un frío matutino; el papá se quedaba casi dormido en la butaca; uno de los hermanos pelaba papas y se atragantaba de rabia, el otro, el mayor, dormía sin importar la hora, y ella se escondía donde la abuela.

La mamá llamaba al papá a tomar el acostumbrado tinto matutino; él no quería ir pero… El aroma del café recién hervido era su debilidad, entraba en su celda sin darse cuenta. La mamá cerraba la puerta, se paraba frente a él, lo miraba tomar en la mano el pocillo desportillado con el tinto humeante cuando lo tenía cerca a la boca… Un guantón estregaba toda la bebida en el rostro del padre, la mamá se abalanzaba sobre su cuello, lo aruñaba, lo mordía, lo golpeaba con la piedra de partir la panela sin descanso, hasta que él conseguía salirse de entre sus piernas golpeándola con el cabo acerado del martillo y los gritos de los hermanos atizaban el infierno. Uno adentro mirando como se despedazaban las hienas que esa mañana eran los padres; el otro afuera intentando desatrancar la puerta para poder entrar.

Ella a sus 7 años había visto tantas veces la misma escena que cuando los gritos llegaban hasta la casa de la abuela no la sorprendía. Sólo le recordaban que debía volver aunque no quisiera, porque el padre la iría a necesitar para que le limpiara las costras de sangre, le llevara la comida y un poco de guarapo que le calmara el dolor en la cara, en el orgullo, y tal vez, en lo estrujado de su alma.

Cuando ella estaba cerca de casa, las piernas se volvían de lana, le temblaban tanto que se negaban a llevarla a su destino. Subía la colina que separaba la casa de la quebrada y su cuerpo se estremecía, el sudor que caminaba en su espalda se tornaba en cubos de hielo restregados en su pequeña espina dorsal. Dos borrachos dormían en el patio, el sol de la mañana pegaba en sus caras, y ellas brillaban y se ennegrecían poco a poco, mientras las gallinas huían con trozos de papa en sus picos.

Ella caminaba deprisa y jadeada más fuerte a cada paso que la acercaba a las puertas de par en par, las que parecían decirle: –yo lo sé todo y quiero contarle. Su instinto la dirigía a la cocina; mientras caminaba se quitaba su ruanita roja con caballitos dibujados en el pecho y con una capucha gastada. Sus pies, húmedos por el agua que emanaba su cuerpo, se resbalaban entre los zapatitos Panam. Sus ojos estaban rebosantes de lágrimas, y casi no podía ver las ollas regadas por todas partes, los platos y pocillos rotos. De la mesa aún caían goticas de tinto.

Dio unos pasos y atravesó el umbral. Algo chapaleó en sus pies y a la vez le salpicó los tobillos, un pozo de sangre medio coagulada había sido pisada por ella. Al verla sintió rabia y dolor. Por alguna razón, sabía que era el padre; lo imaginó con la cara rota, los ojos hinchados y morados, maldiciendo su suerte y cayéndose de la borrachera. Imaginó a la madre despeinada, quizá golpeada pero prometiendo matar al borracho. Presintió a sus hermanos caminar despacio hacia ella con un cinturón doblado en las manos. Pensó en salir a correr, buscar al padre. Quitó despacio el zapato del charco rojo, se dio vuelta y salió.

En la columna de la casa estaban ellos, los hermanos, hombro a hombro, callados, mirándola: -al fin se digna a venir la niña– con voz quemante dijo el mayor. Ella, al igual que otras veces, quedó muda y caminó hacia atrás. Bajó la mirada, la estrelló contra el piso y sólo vio las puntas de las botas moverse hacia ella. Quiso dar vuelta, entrar a prisa, cerrar la puerta y dejarlos por fuera del cuarto. Sin embargo, una mano de acero agarró su larga moña, le dio una vuelta y la jaló hacia atrás. Ella cayó contra las botas de caucho, mientras arriba veía cuatro témpanos de ojos.

Se le detuvo el tiempo mirando esos rostros, y no se dio cuenta de que su vestido rosado se había levantado más arriba de su estómago dejando ver sus delgadas piernas y sus calzoncitos azules. Dos manos agarraron sus pies por los tobillos, untados con la sangre del padre y la mano que sostenía la trenza comenzó a halarla hacia algún cuarto. La levantaron, lanzaron su cuerpo en el cuarto de los padres, cerraron la puerta y sujetaron sus manos. Un hermano, el mayor, se echó sobre ella, le apretó la quijada con la mano y le prometió aleccionarla para que no se volviera a alejar de la casa; luego le tapó la boca con la misma mano. Ella quería moverse pero él incluso le impedía respirar.

Pronto, su ropa interior ya no estaba, una piel callosa le estaba tocando su vientre, sintió mucho dolor, estaban jadeando en su oído mientras le decían: -¡Respete, respete, quien se cree que es! Y otra voz reponía: -Apure que luego me toca, marica.

Ella quedó dormida. Sólo despertó por una cachetada y una amenaza de: -¡Cuéntele, cuéntele, cuéntele a mamá a ver si le cree! Le dolía todo el cuerpo, y mucha sangre se resbalaba entre sus corvas. Sintió sus caderas desajustadas, su sexo estaba inflamado y sus piernas se habían separado. Lloró un poco, y se abrazó a sus rodillas mientras ellos acomodaban sus pantalones. Una patada en la espalda la obligó a levantarse, limpiarse con el vestido e ir a buscar otra ropa interior; a mirar a su madre y callar y morir un poco más cada vez que la pesadilla volvía. Tan sólo hoy se enteró que eso era hacerse mujer.



Maria

.....Bendita eres entre todas las mujeres. La Sagrada Biblia.

María, camina triste porque han robado su muñeca de caucho rosado, cabello rubio, ojos saltones, sabor a Mar. María extraña al juguete que se sentaba y orinaba al oprimirle un botón. Ya no sonríe y busca su pequeña hija por todos los rincones de la casa, sin importarle daños, su vestido de flores azules y estrellas violeta. María ensucia sus rodillas y manos arrastrándose bajo las camas, bajo las mesas, detrás de las puertas, en el cuarto de San Alejo y escarbando en el jardín, no la encuentra y llora.

Sus lágrimas manchan la piel el barrial de sus mejillas, mientras su lánguido cuerpo se encoge bajo el senil cerezo que la consuela regalándole una llovizna de hojas secas. Han pasado algunas horas y María sigue allí, una mirla se aposenta en una rama del consejero mudo. Ve cómo el ave se transforma y hiena, que destroza poco a poco y con placera los hijos de aquel árbol taciturno. Juega a ser Dios, al animal de rapiña lo convierte en serpiente y a las cerezas en manzanas, mientras su raído vestido se transforma en tirones de ceda tejida por gusanos con traje de gala.

María se mira en el agua encarcelada en un plato viejo y pide que su enlodado rostro se vuelva tan cristalino como el vapor que abandona la tierra con el fuego del ojo de algún otro Dios, y tan provocativo como un durazno maduro en las manos aquel ángel el que cubre su figura con alguna nube vieja. Pide que su cabello de fique viscoso se convierta en interminables trenzas de oro y miel.

María palpa su escarpada piel y le ordena volverse terciopelo y channel. Se humedece las diminutas llagas de sus encenizados labios y pide que la sangre eternice su silueta en ellos.

María convierte las hojas de cerezo en billetes, las piedras en lingotes dorados y los trozos de vidrios los transforma en esmeraldas. De su casita de adobe y barro, saca un castillo de cuentos de Hadas. A su madre la volvió sirvienta. Sus hermanos son postre de los leones que tiene como mascotas. Compra los labios, la saliva y la sangre de cualquier ejemplar que tenga gracia ante sus ojos.

María ríe de dicha en su lecho de plumas y pieles tersas. Retoza, como un cachorro en celo con los esclavos encadenados a su sexo, María obliga a su madre a mirarla, fornicar en las noches sin penumbra. María conserva los ojos de sus hermanos en una botella de Whisky del que se sirve una copa al día. Almuerza mientras azota a sus súbditos con lazos de acero fundido.

María se embriaga y se entrega al clímax del borrachero que le prepara su madre y danza, y se contrae, y se revuelve los cabellos, y se acaricia los senos, y se muerde los dedos, y se estruja los labios, y cae derrotada por los remolinos del Dios de sus espejismos, y el éxtasis de la música.

Así vivió María algunos siglos de 60 segundos, nadando en las mieles de la riqueza y alimentándose de néctares de la fantasía. Cuando volvió a verse en el charco de agua olvidada, se descubrió octogenaria con los cabellos raídos, con las encías desnudas y con su piel consumida en el salado panal de la vejez. Miró a su alrededor y descubrió que el árbol de cerezo donde se vio niña por última vez, había sido decapitado obedeciendo a su palabra, para avivar su fantasía de sangre blanquecina. Con tristeza se percata que la mirla, la hiena y la serpiente se peleaban por cazarla.

María quiere correr a esconderse en su casa de adobe, pero solo halla pedazos de barro y maderas podridas, de su madre ya no existe ni el recuerdo. Se arrastra espantada, araña las ruinas con sus romaticientas manos buscando alejarse de sus cazadoras rapaces, pero no encuentra donde ocultarse. De pronto, su mano derecha palpa algo duro y hueco a la vez, lo toma para defenderse con él. Era su muñeca de caucho rosado ya sin vestido ni cabello rubio, de sus ojos sólo quedaba el hueco y ya no volvería a orinar. La abraza y sonríe porque su búsqueda ha terminado.

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